El ingreso al laberinto era tan sobrio, que nadie imaginaba los rincones de ensueño que existían al adentrarse en él. La anciana, sabia desde su infancia, comenzó a diseñarlo aún antes de aprender a caminar. Sabía que lo constuiría un importante paisajista, al que no conocería hasta el día de su muerte. Gracias a su tenacidad consiguió el permiso para recorrerlo, y presintió su hora final. Se adentró por los intrincados senderos, maravillándose en cada giro y recoveco. Al llegar al centro sintió que él le tomaba la mano y, antes de poder verlo, sus almas iniciaron el vuelo.
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