Pueblo natal

  

Camino a su pueblo natal busca imágenes a las cuales aferrarse, nada de lo que ve guarda relación con el pasado. De los lejanos pueblos queda muy poco, ahora es una gran masa de construcciones, y no logra diferenciar dónde termina uno y dónde comienza otro. Por un momento piensa en preguntar si está bien encamindo, y casi está a punto de darse media vuelta e irse cuando ve la estación de trenes. Al bajar del auto su respiración se dificulta, toda la libertad y el éxito adquiridos a lo largo de muchos años parecen esfumarse... Nadie a su alrededor parece percatarse y, sin embargo, se siente aplastado por los recuerdos, que caen sobre su persona con la fuerza de un alud.

La sirena de los bomberos lo sobresalta, casi había olvidado ese sonido. Pasan unos bomberos corriendo a su lado, y escucha una dirección. Es su casa, o mejor dicho la que fue su casa, la casa de su familia, aunque ya no queda nadie allí.

Como si estuviera en un sueño mira extrañado a su alrededor, la sirena de los bomberos se mezcla con el sonido del tren que llega, y él echa a correr hacia la casa. La última vez que corrió tan rápido fue precisamente por esas calles, al enterarse del accidente en que murieron sus padres, cuando aún al otro lado de las vías era todo campo.

Corre con urgencia, y con cada paso vuelven más y más recuerdos. Las personas se hacen a un lado al verlo acercarse, nadie lo reconoce y el no es consciente de la presencia de nadie, sólo tiene un objetivo: llegar a casa.

Al dar la vuelta a la esquina todo es humo, y la ve. La ve en su mente porque sus ojos solo perciben escombros, chorros de agua, y algunos restos de fuego que aún no logran extinguir. La casa que construyeron sus abuelos, en la cual vivió toda su infancia y no veía desde que dejó el pueblo luego del accidente, la casa a la cuál volvía luego de años de ausencia, lo único que aún lo vinculaba a ese pueblo, ya sin familiares ni amigos vivos, se derrumbaba ante sus ojos.

Pasa horas parado frente a ella, evitando hablar con nadie. Luego de que se fueran los últimos bomberos, y ya sin la presencia de ojos curiosos, da una vuelta a la manzana, y al llegar nuevamente al portal decide entrar. Ya no le importan sus zapatos importados ni su traje hecho a medida, camina entre las cenizas y los restos de techo siguen lloviendo. Se va adentrando e intenta verla como en su infancia, los recuerdos duelen, le parece ver a sus abuelos, a sus primos, y es la imágen del velorio de sus padres el último recuerdo de ese lugar. Sus abuelos murieron poco después, y sus primos siguieron otros rumbos, ni sabe cuál fue el último en habitar la casa.

Llega a la cocina y acerca su frente a la puerta, o lo que queda de ella, madera negra y aún tibia por el fuego. Por el suelo se ven vidrios rotos, todo está destrozado, menos un vaso, que pareciera que cayó boca abajo sobre una maceta, y de milagro no está roto. Se acerca, toma el vaso, y de la maceta sale volando una mariposa, da unas vueltas a su alrededor y se va por la ventana. La sigue con la mirada y, aún con el vaso en la mano, se da vuelta y desanda sus pasos. Camina lento hacia la estación y, al subir a su auto, descubre que aún tiene el vaso en la mano, es el único vaso verde que conservaban sus abuelos, su preferido siendo niño. Lo deposita cuidadosamente en el asiento del acompañante y lo cubre con su bufanda, también verde aunque más oscura. Arranca y se aleja por última vez de aquel pueblo. Su pueblo natal. Que ya no es pueblo. Ni es suyo.

Camino a la luna

  

Sam no estaba seguro de si era una señal maravillosa o el presagio de un desastre pero sí sabía que esa luna encontrada en la calle de su primo lo llevaría a algún lugar misterioso y muy importante para su futuro. Deseó, por un instante, hacer como si no la hubiera visto, para continuar con su día normalmente o, mejor, no verla en absoluto.

Pero la había visto, y no había marcha atrás. Decidió seguir su rastro, casi se podría decir que fue abducido por sus rayos y haces de luz, y conducido por callejuelas que se perdían en el intrincado laberinto de la ciudad. Por momentos la ciudad no era la misma que él bien conocía, su ciudad natal, recorrida día a día en sus 38 años. Cada vuelta a la esquina se encontraba con casas nunca antes vistas, con perros que lo observaban desconfiados y gatos que escapaban al acercarse. Las cuadras eran cada vez más cortas, parecía un laberinto y que se acercara al centro, cada vez más cortas las calles y el haz de luz, que lo guiaba metro a metro, haciéndose cada vez más luminoso.

Lo que Sam no lograba detectar era que cada vez estaba más alto, que su camino no era horizontal, sino que iba en ascenso, rumbo a la luna.

Sus vecinos y familiares no volvieron a verlo, aunque cada noche de luna llena podían detectar una sombrita que parecía que caminaba en círculos sobre la cara de la luna.

La crema de la abuela

Como cada madrugada se dirigió al mar y, previo paso por todos los controles y fumigaciones, llegó al bote. Al subir pensó en lo privilegiado que era, todos los trabajadores eran transportados en lanchas hacia la plataforma, pero a él le habían permitido usar aquél viejo bote de su padre. Él no quería llegar rápido, hacer su trabajo e irse, sino que disfrutaba de ese contacto con la naturaleza, la poca que aún quedaba. En las ciudades ya no había plantas, y los árboles eran artificiales.

La plataforma estaba bastante alejada de tierra firme. Allí se cultivaban todos los frutos y vegetales necesarios para abastecer a la sociedad. Ese era su principal y único alimento. Varias décadas atrás se había dejado de comer carne y de utilizar derivados animales. Ahora las leyes de protección animal eran muy severas, aunque en la ciudad sólo quedaban las nuevas razas de perros y gatos, resistentes a las constantes fumigaciones. Ya no había cucarachas ni hormigas, y los niños no sabían de piojos. Pero tampoco había mariposas, ni pájaros coloridos.

Esa semana le habían asignado la zona de frutales, y se pasaría el día cosechando moras. Lamentaba no poder probarlas, se las veía tan apetitosas… Pero las reglas eran claras: nadie podía comer durante la jornada laboral. Se preguntó si su sobrina podría probarlas algún día. Todo su trabajo era por ella, para poder ofrecerle una mejor vida.

Al terminar la jornada, mientras se dirigía al bote, descubrió junto al pasillo una ramita de morera, al tomarla vio que tenía un pequeño gusano, y de inmediato la ocultó bajo su abrigo. Ya en el bote escondió la rama a la sombra del asiento, tras unas sogas.

Llegando a la costa temió que lo descubrieran, pero era raro que le revisaran el bote. Al bajar pasó por todos los controles y fumigaciones necesarias para no llevar ningún bicho a la ciudad. Por un momento pensó que si el gusano hubiera estado en su bolsillo hubiera muerto en ese instante.

Llegó a su casa y fue directo a ver a su sobrina:

—Hola Sofi, cómo estás?

—Tío, me pica mucho la cara, no queda nada de la cremita de la abuela? —Tras hacer la pregunta comenzó a sollozar.

—Tranquila —dijo mientras la abrazaba—. Creo que un poquito queda, voy a buscarla.

Volvió con el pote en la mano, como estaba prácticamente vacío había agregado unas gotas de agua para diluir la crema.

—A ver, con esto dejará de picar… Y creo que pronto tendremos una nueva crema.

—Volvieron los abuelos!?

—No… sabes que no volverán…

Por la noche le contó a su hermana que había encontrado un gusano de seda, y sus esperanzas de encontrar más. Su hermana temía que los descubrieran, pero ya no soportaban ver sufrir a Sofi, y el único ingrediente que les faltaba para preparar la crema calmante eran los capullos de seda.

Durante los siguientes días, mientras recogía moras, se dedicó a buscar gusanos y juntar hojas para alimentarlos. Todo esto lo escondía en sus bolsillos hasta llegar al bote. Varias veces estuvieron a punto de descubrirlo, pero siempre lograba salir indemne. Lo que más temía era que lo cambiaran de sector, ya que los gusanos no podrían continuar su desarrollo sin alimento. Debía darles hojas frescas a diario.

Parecía que la suerte estaba de su lado: cuando lo trasladaron de sector los gusanos ya habían comenzado a formar los capullos. Los vigilaba a diario, durante el viaje de ida y de vuelta. Al llegar el momento lo asaltaron las dudas, ¿podría pasar los controles sin ser descubierto? Ya tenía todo planificado, y la suerte lo estaba acompañando, no debía dudar. Esa misma noche podrían preparar la crema.

Colocó los capullos en las bolsas térmicas que había conseguido para evitar que los sensores los detectaran, y sujetó las bolsas a sus piernas, bajo los pantalones. Sabía que la fumigación acabaría con los gusanos, pero solo necesitaba los capullos de seda, y que no lo descubrieran! Bajó del bote, respiró profundo y caminó hacia los controles. Pasó el primero y no sonó ninguna alarma, fue hacia el siguiente y hubo una luz roja, pero el policía lo dejó pasar, alegando que había que reparar esa luz que no dejaba de encenderse sin motivos.

Subió a su auto y al encender el motor sintió un golpe seco.

—Idiota, creía que no lo habíamos descubierto antes. Mira el botín que nos consiguió —dijo el policía.

La cita

  

Susana esperaba impaciente, le parecía extraño que aún no llegara... Era su aniversario, y todos los años se encontraban a esa hora en el mismo lugar del cementerio. No era un lugar muy romántico, pero allí se habían conocido. Comenzó a rememorar ese fatídico día, años atrás. Él iba muy bien vestido, con un elegante traje negro y una corbata azul. Pasó a su lado sin verla, absorto en su tristeza, y ella decidió seguirlo, estaba como hipnotizada, no podía desviar la vista de ese hombre que caminaba compungido buscando una lápida. Se detuvo en una nueva, llena de claveles y rosas amarillas, y al descubrir el nombre comenzó a llorar, desesperado, mientras arrojaba las flores para un costado. Ella se acercó lentamente y se sentó a observarlo, en el fondo algo divertida, pensando en que también a ella le disgustaban las flores amarillas, habiendo tantos colores hermosos… quién elegiría flores amarillas? En esa situación se conocieron, y desde allí no se habían separado.

No lograba recordar cuántos años habían pasado desde entonces. Sabía a la perfección los días y los meses, pero siempre se hacía lío con el paso de los años, para eso Adolfo era especialista, él nunca erraba en el número de aniversario que festejaban.

El día era precioso, había un sol radiante y, desde el banco donde ella esperaba, se veían perfectas las hileras de árboles con las hojas amarillas, anaranjadas y ocres que aún no se animaban a desprenderse de las ramas. Pensó en el desapego, tantas veces había tenido que dejarlo todo… Lo único que le quedaba era Adolfo, su gran amor, y le dio miedo pensar que él no vendría, que también a él podría perderlo.

Vio llegar a Laura con el ramo de flores amarillas, como todos los años, pero esta vez se quedó sólo un instante y se fue sin decir una palabra. Mientras la veía alejarse, se sobresaltó al oír un ruido a su espalda, pero al darse vuelta no vio a nadie, giró sobre su eje y alguien la tomó por los hombros y la estrechó en sus brazos.

—Amor mío, vas a matarme de un susto! —Susurró en su oído, y ambos comenzaron a reír mientras se daban un fuerte abrazo.

—Feliz 35 aniversario! Estás igual de bella que cuando nos conocimos.

—Recién se fue Laura, se la ve muy desmejorada, pero sigue trayendo las flores amarillas.

—Evité cruzarme con ella, por eso llegué tarde, aún no se perdona a sí misma por haberme matado.

Tormenta de verano

"Escribir jugando", de El Blog de Lídia
Reto de Noviembre:
Crea un microrrelato o poesía (máx 100 palabras) inspirándote en la carta.
En tu creación debe aparecer la imagen del dado: Caronte (el barquero del inframundo).
Opcional: Que aparezca en la historia algo relacionado con la creación del Ford T (el coche, el creador o el año).

El día que Tobías llegó al pueblo con su flamante Ford T sería recordado por años... Todos querían a ese vecino amable y extravagante, que tenía un zorro como mascota para exterminar a los ratones de su campo. Era un sábado de verano, hacía mucho calor y el cielo anunciaba tormenta. Apareció con sus sobrinos, quienes reían y saludaban por las ventanillas, felices de dar su primer paseo en auto. Al pasar frente a la plaza los alcanzó el primer rayo. Los vecinos vieron las llamas y, desde la barca de Caronte, ellos continuaron saludando con las manos.

Mensajes en el viento

 

El viento traía mensajes que ya muy pocos comprendían. Nalura recordaba los relatos de su abuela: en su época el viento se veía, cada brisa tenía un color acorde a la velocidad que llevara y al mensaje que transmitiera. En cambio, su abuelo le contaba que en su pueblo había quienes podían escuchar el mensaje del viento y traducirlo a palabras. Ella no sabía si solo eran relatos de su infancia, pero en el último tiempo, durante las noches ventosas, soñaba con imágenes de colores desconocidos y escuchaba voces que la aconsejaban.

El hombre del gorro multicolor

 

Lo vio de lejos. Se distinguía del resto por el gorro, aquel que ella le había regalado en su primer aniversario, tejido con sus propias manos, y que él había adoptado como parte de su cuerpo. Agradecía que aún lo usara, que lo llevara puesto más allá del frío o calor que hiciera. Gracias a identificarlo a tiempo eligió otro rumbo. Quería vivir tranquila y ya no permitiría que sus acciones ni sus palabras, cual armas, siguieran lastimándola.