La crema de la abuela

Como cada madrugada se dirigió al mar y, previo paso por todos los controles y fumigaciones, llegó al bote. Al subir pensó en lo privilegiado que era, todos los trabajadores eran transportados en lanchas hacia la plataforma, pero a él le habían permitido usar aquél viejo bote de su padre. Él no quería llegar rápido, hacer su trabajo e irse, sino que disfrutaba de ese contacto con la naturaleza, la poca que aún quedaba. En las ciudades ya no había plantas, y los árboles eran artificiales.

La plataforma estaba bastante alejada de tierra firme. Allí se cultivaban todos los frutos y vegetales necesarios para abastecer a la sociedad. Ese era su principal y único alimento. Varias décadas atrás se había dejado de comer carne y de utilizar derivados animales. Ahora las leyes de protección animal eran muy severas, aunque en la ciudad sólo quedaban las nuevas razas de perros y gatos, resistentes a las constantes fumigaciones. Ya no había cucarachas ni hormigas, y los niños no sabían de piojos. Pero tampoco había mariposas, ni pájaros coloridos.

Esa semana le habían asignado la zona de frutales, y se pasaría el día cosechando moras. Lamentaba no poder probarlas, se las veía tan apetitosas… Pero las reglas eran claras: nadie podía comer durante la jornada laboral. Se preguntó si su sobrina podría probarlas algún día. Todo su trabajo era por ella, para poder ofrecerle una mejor vida.

Al terminar la jornada, mientras se dirigía al bote, descubrió junto al pasillo una ramita de morera, al tomarla vio que tenía un pequeño gusano, y de inmediato la ocultó bajo su abrigo. Ya en el bote escondió la rama a la sombra del asiento, tras unas sogas.

Llegando a la costa temió que lo descubrieran, pero era raro que le revisaran el bote. Al bajar pasó por todos los controles y fumigaciones necesarias para no llevar ningún bicho a la ciudad. Por un momento pensó que si el gusano hubiera estado en su bolsillo hubiera muerto en ese instante.

Llegó a su casa y fue directo a ver a su sobrina:

—Hola Sofi, cómo estás?

—Tío, me pica mucho la cara, no queda nada de la cremita de la abuela? —Tras hacer la pregunta comenzó a sollozar.

—Tranquila —dijo mientras la abrazaba—. Creo que un poquito queda, voy a buscarla.

Volvió con el pote en la mano, como estaba prácticamente vacío había agregado unas gotas de agua para diluir la crema.

—A ver, con esto dejará de picar… Y creo que pronto tendremos una nueva crema.

—Volvieron los abuelos!?

—No… sabes que no volverán…

Por la noche le contó a su hermana que había encontrado un gusano de seda, y sus esperanzas de encontrar más. Su hermana temía que los descubrieran, pero ya no soportaban ver sufrir a Sofi, y el único ingrediente que les faltaba para preparar la crema calmante eran los capullos de seda.

Durante los siguientes días, mientras recogía moras, se dedicó a buscar gusanos y juntar hojas para alimentarlos. Todo esto lo escondía en sus bolsillos hasta llegar al bote. Varias veces estuvieron a punto de descubrirlo, pero siempre lograba salir indemne. Lo que más temía era que lo cambiaran de sector, ya que los gusanos no podrían continuar su desarrollo sin alimento. Debía darles hojas frescas a diario.

Parecía que la suerte estaba de su lado: cuando lo trasladaron de sector los gusanos ya habían comenzado a formar los capullos. Los vigilaba a diario, durante el viaje de ida y de vuelta. Al llegar el momento lo asaltaron las dudas, ¿podría pasar los controles sin ser descubierto? Ya tenía todo planificado, y la suerte lo estaba acompañando, no debía dudar. Esa misma noche podrían preparar la crema.

Colocó los capullos en las bolsas térmicas que había conseguido para evitar que los sensores los detectaran, y sujetó las bolsas a sus piernas, bajo los pantalones. Sabía que la fumigación acabaría con los gusanos, pero solo necesitaba los capullos de seda, y que no lo descubrieran! Bajó del bote, respiró profundo y caminó hacia los controles. Pasó el primero y no sonó ninguna alarma, fue hacia el siguiente y hubo una luz roja, pero el policía lo dejó pasar, alegando que había que reparar esa luz que no dejaba de encenderse sin motivos.

Subió a su auto y al encender el motor sintió un golpe seco.

—Idiota, creía que no lo habíamos descubierto antes. Mira el botín que nos consiguió —dijo el policía.

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